Héctor recordaba bastante bien la primera vez que vio a Aquiles. Fue el día en el que los aqueos se adueñaron de la playa de Troya. Toda la playa conquistada en un día. Y definitivamente les hubiese llevado más tiempo de no ser por ese hombre: Hijo de Peleo y Tetis, una ninfa Nereida. Aquiles. El mejor de los griegos, así como él era el mejor de los troyanos. Sólo él puede matarlo, así como sólo Héctor podía matar a Aquiles. Sus muertes estaban entrelazadas. Un espejo el uno del otro.
A decir verdad, su apariencia fue una sorpresa. Se imaginó a un hombre corpulento, macizo, con una barba larga y bien cuidada, con rasgos endurecidos por todos lados. Para nada más joven que treinta y cinco. Aquiles no era nada de eso—¿Corpulento? Sí lo era, nadie podía evitar serlo en una guerra de ese calibre, más estaba lejos de ser macizo; sino que era esbelto, como un árbol de higos, pero alto como un árbol de laureles. Sus fracciones suavizadas como las de una dama—Héctor incluso recuerda pensar que había visto concubinas menos agraciadas que él—, la cara desnuda como un efebo, y no pasaba de los dieciocho años cuando llegó a Troya. A pesar de ser sorprendente, Héctor aprendió a no dejarse llevar por las apariencias, y en poco tiempo empezó a ver en él un rival digno. Era ágil con todas las armas que le pusieran en las manos y tenía la velocidad de un Alazán. No salía del campo de batalla sin haberle quitado la vida a al menos diez hombres. Toda una bestia.
Héctor tenía que acabar con él si quería mantener su ciudad segura. Si quería asegurar un hogar para su hijo y su esposa.
Pero a veces pensaba—ingenuamente, durante esos momentos en el ojo del huracán en los que se quedaba solo en la oscuridad de su cuarto con sus pensamientos. Noches en las que el calor de su amada Andrómaca junto a él y la seguridad de que su preciado Astianacte estaba durmiendo en una cuna no muy lejos del lecho de sus padres no eran suficientes para despejar su consciencia. Era muy sencillo pensar en los aqueos como invasores, asesinos despiadados detrás de las riquezas de Troya. Pero muchos de los que llegó a matar no parecían tener más de dieciséis veranos. O también estaban aquellos que le suplicaba de rodillas piedad por sus hijos y su esposa en casa. Eran hombres, hombres todos—¿Valía la pena la vanidad de Troya por las vidas de estos hombres? ¿Valía la pena la vanidad de Helena?
¿Pensaba Aquiles en lo mismo? ¿En noches como esas, en las que los rostros de los hombres—padres, esposos, hijos—a los que mató le robaban el sueño?
¿Tenía Aquiles una esposa a la que regresar? ¿Un hijo que lo esperaba en su castillo, en Ftía?
¿Dónde se marcan las diferencias? ¿Acaso no era roja la sangre de los dos?
Durante esos diez años de guerra, Héctor creó un concepto de Aquiles. Lo tenía muy claro en su cabeza. Y según el concepto que tenía de Aquiles, concorde a la ofensa que había cometido en su contra—Si tenía que ser honesto, no sabía que aquel joven, el hijo de Menecio, era tan importante para él—y teniendo en cuenta el tipo de guerrero que era, su decisión más lógica sería matar a Héctor. Directamente. Así, sin más. Una espada en la tripa, una lanza en la garganta, una estocada en el pecho. Nunca usando una flecha, porque el arco y la flecha son armas cobardes—que Apolo lo perdone, estaba asumiendo las posibles creencias del mejor de los griegos, nada personal—. No, no una flecha. Así como Héctor, él era más del combate cuerpo a cuerpo. Había algo de intimidad en ello. Te llevaba a conocer al hombre, a verlo cara a cara, ver cómo lentamente pierde la vida en tus brazos, como se le va la luz de los ojos, como deja de latir su corazón...
Diez años de guerra y nunca se habían enfrentado. Era la batalla que Héctor más ansiaba.
Estaba listo para conocer a Aquiles y toda la intimidad que aquello conllevaría.
Pero eso no pasó. No hubo una batalla. Nada de combates cuerpo a cuerpo. Héctor, en cambio, fue llevado como rehén. Prisionero de guerra. Escondido en el infame campamento mirmidón. A pesar de la inusual decisión, casi podía visualizar vívidamente la conversación en su cabeza. Se imaginaba al adolorido Pelida determinado a acabar con su vida, sólo para ser cortado por el Laertida, argumentando que sería mejor mantenerlo vivo y usarlo como carnada para llevar a ceder al viejo Príamo de una vez por todas que tenerlo muerto dónde ya no sería de uso más que para alimentar a los perros. Y entonces—Después de una serie de insistencias—Aquiles cedería a regañadientes, refunfuñando como un león enjaulado.
Héctor debería agradecer siquiera estar vivo. Pero sería más preferible estar muerto que ser un prisionero de guerra. La tienda en la que estaba era demasiado pequeña. Se encontraba en una posición incómoda, también, atado de muñecas y piernas. Al menos estaba recostado contra la pared en una cama en vez de atado a una silla o tumbado en el suelo. Y eso era lo único bueno de la situación. Muy irónico, si se lo preguntaban a él. «Pongamos una cama para asegurarnos que el prisionero de guerra esté cómodo».
Tal vez era casualidad. Tal vez era una de las tiendas que había erigido para sus esclavas y decidieron dejársela a él por cuánto tiempo se quedara ahí. Qué amo más benevolente.
Y por supuesto que habían elegido dejarlo en el campamento del generalcito. Para generarle miedo. Para recordarle que su vida era un privilegio que podía ser arrebatado en cualquier momento.
Maldecía el día en el que nació su hermano. El día en el que nació Helena. El día en el que nació él.
Y como maldecir puede ser agotador, decidió cerrar los ojos y pensar en otra cosa. Tal vez conciliar el sueño, si es que Morfeo se apiadaba de él en su situación. Pero, aún si no lo hacía, descansar sus párpados también le beneficiaría.
Cerró los ojos y se ajustó a los ruidos del silencio. Al canto de la Alondra y las olas insomnes que chocaban con la arena.
Sabía que estaba en riesgo de ser atacado en cualquier momento por cualquiera de los hombres en aquel campamento. Personalmente, no le preocupaba ni le importaba. Se ató la soga al cuello el momento en el que supo que había encendido la ira del Pelida. Lo único que quería, llegado a ese punto, era que se procuraran de devolverle el cuerpo a su familia para que tengan un período digno de luto; Y que le juraran por los dioses que no tocarían ni a su hijo ni a su esposa.
Poco después de pensar aquello, Héctor escuchó el frufrú de la entrada, mas no abrió los ojos ni se sobresaltó. Era cierto lo que decían de él sobre sus pies. Tan ligeros que apenas se escuchaban contra la arena caliente de la playa.
Un nuevo peso se añadió a la cama. Setenta kilos de pura iniquidad. Un metro con noventa de pura malicia.
Héctor sintió el peso de las dos piernas a ambos lados de su cuerpo. La mano apoyada a la pared a un lado de su cabeza. La daga rozando a un lado de su garganta. No se inmutó.
—Concédeme esto, hijo de Peleo. —Así empezó sus imploros—. Por favor, permíteme digna sepultura, deja que mi familia me vele como es debido, y así poderme ir al Hades a esperar por ellos. Es lo único que te pido.
—No existen tales alianzas entre los hombres y los leones. —Escupió Aquiles con voz queda y desgastada: La evidencia pues de su dolor que no había cesado, y Héctor podía notarlo; Notarlo en el tembleque de sus manos y en su voz quebrada—. Ni llegan a acuerdos los lobos y los corderos.
Héctor se relamió los labios. —No pido piedad por mi vida, sólo velo por la paz de mi familia. Te ruego, Pelida, por tu padre y por tu madre, me permitas cruzar el Estigio como deben todos los difuntos. Estoy seguro que mi padre y mi madre te ofrecerán grandes regalos si eres benevolente con ellos.
Escuchó un chasquido, luego sintió como afianzaba el arma entre sus dedos y la apretaba más contra su cuello. Héctor sintió el pinchazo del dolor agudizarse en su cuello. Un pequeño corte, seguramente. Suficiente para rezumar una o dos gotas de sangre, mas no para ser mortífero.
—No pierdas el tiempo suplicando ni por mi madre ni por mi padre, perro. —Profirió, entonces, con tono mordaz. Su voz aún desgastada, pero esta vez más llena de odio y vehemencia—. Lo único que deseo en este momento es que el furor y el coraje me den las fuerzas para cortar tu carne y comerte crudo por todo lo que me has hecho; ¿Tienes idea de la gravedad de tus acciones? Él valía más que tú o que cualquier otro troyano. Valía mucho más que cien de nosotros los dánaos, o que doscientos dardanos; ¿Eres capaz de entender la pérdida que le has causado a este mundo?
Héctor tomó un hálito por la nariz y lo exhaló inmediatamente.
Mientras sus pulmones aún fueran capaces de bombear aire.
—No tenía idea de lo importante que era para ti.
—Debiste de haberlo sabido. Mató a Sarpedón, quien era hijo de Zeus. Era fuerte, era inteligente, y mucho más capaz que tú o cualquiera de tus aliados.
—Y aún así lo mató un hombre tan anodino como yo, ¿nNo?
Aquiles se removió, acercándose todavía más. A ese punto, su pelvis y la de Héctor se encontraban una contra la otra. La parte trasera de sus muslos aprisionaba los de Héctor contra el colchón. Se hallaba más a horcajadas que acorralándolo, y el aire se hacía cada vez más denso entre los dos.
Qué situación en la que se encontraba.
—Debería matarte sólo por eso.
—Lo sé.
—Podría matarte justo ahora.
—Lo sé.
Pero no lo hizo.
Eso era lo más extraño de todo. Lo tenía acorralado, literalmente entre la espada y la pared, y Héctor no hacía nada para batallar en contra. Podría noquearlo con sus manos atadas, o taclearlo con las piernas, pero no lo había hecho, porque había hecho las paces con su muerte. Aquiles tenía una razón para matarlo que encendía un fuego de furia en su interior como ningún otro. Y, aún teniéndolo en la mira, se resignaba a matarlo.
¿Por qué? ¿Qué era lo que ganaba manteniendo a Héctor vivo?
Héctor dudaba que le tuviera tanto respeto a la palabra del Laertida o a las decisiones de Agamenón. Lo había demostrado antes.
Entonces ¿Por qué? ¿Por qué no le cortaba la garganta? ¿Por qué no le despedazaba los miembros?
El Pelida se removió en su regazo, enviando una ráfaga de energía por su espalda. Héctor reconoció inmediatamente de dónde nacían esas reacciones y—sobre todo teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba—se maldijo mentalmente.
No era algo... extraño en él. Ese tipo de sentimientos hacia Aquiles. Siempre sintió curiosidad sobre él. En otra circunstancia, podrían haber sido amigos. Ftía no era igual de poderosa que Troya, pero estaba seguro que, dada la oportunidad, podrían concordar en conocerse alguna vez. Y de ser así, pudieron haber sido compañeros. Pudieron aprender el arte de la lanza juntos. Combate cuerpo a cuerpo. Eran lo mejor que su gente tenía para ofrecer. Juntos, habrían sido invencibles.
Y de esa curiosidad nació la admiración por sus habilidades. Y de la admiración... Algo más. Otro tipo de curiosidad. Algo más candente.
Pero era algo bobo para un hombre de su edad, ya casado y con un hijo. Las relaciones entre hombres eran juegos de adolescentes, no estaban hechas para él, ya no más. La última vez fue con su Dios, Apolo, y todavía era joven. En ese momento, sus obligaciones como hombre eran construir un hogar para su esposa y su hijo, nada más.
Pero eso no evitaría que pensara en el Aristos Achaion. En la tensión de sus músculos. En la curvatura de su espalda desnuda. En sus piernas largas de corredor.
Estaban muy cerca en ese momento. Podía sentir su aliento rozar su rostro. Sentía su pelvis empujando contra la suya. Cada zarandeo involuntario de sus caderas le provocaba cosquillas debajo de la dermis.
No era el momento indicado para tener ese tipo de reacciones.
Aquiles se rindió. Clavó la daga en la pared a un lado del rostro de Héctor y escondió su rostro en su hombro, suspirando entrecortadamente.
Eso sí que le hizo abrir los ojos.
No podía ver casi nada, la tenue luz de la luna apenas y perfilaba la figura del hombre sobre él. De reojo podía ver algunos mechones de pelo rubio y una pantorrilla bronceada echada sobre la cama a un lado de su cuerpo. El Pelida tenía puesto un quitón blanco, y eso era todo lo que podía percibir.
Héctor fue despojado de su armadura—más bien, la armadura de Aquiles que sacó del cadáver de Patroclo—y se encontraba en un bata azul ajustada a la cintura por un cinto de bronce.
Aquiles se apartó de su hombro e inspeccionó su rostro, tanteando con los dedos. Esa mera acción envió choques enérgicos por su columna.
—Te pareces tanto a él. —Susurró. Ya no había rastros de mordacidad ni odio en su voz. Ni la furia ni el rencor cortaban sus palabras. Sólo el dolor y la derrota.
Ah, ahí Héctor entendió todo. Aquiles se inclinó sobre el otro lado de la cama, y frotando un pedernal con una piedrecilla encendió una lámpara de aceite que Héctor no sabía que había en la mesilla junto a la cama. Ahora, podía apreciar su entorno con mucha más claridad. Desde los retazos de tela que componían la tienda hasta algunos tallos de paja que rellenaban el colchón esparcidos por la arena. Incluso, podía ver mucho mejor el rostro de Aquiles cuando volvió para mirarle de frente de nuevo. Ojos verdes enrojecidos por las lágrimas, caminos húmedos cubriendo sus mejillas, ojeras ennegreciendo sus párpados inferiores.
El reflejo del duelo de un amante. La anhelación por un cuerpo que ya no emana calor.
Era obvio; Héctor tuvo que haberlo sabido. El Pelida parecía cabizbajo, cegado por la cólera y el dolor. Desnutrido, deshidratado y desvelado como una viuda. Llorando por su amante. Su amante. Patroclo, ese joven, era su amante.
Era normal. Si lo mismo le pasara a su amada Andrómaca, acabaría con todo el campamento aqueo en dos días.
Un jadeo entrecortado salió de los labios de Aquiles cuando pudo ver su rostro con mayor claridad. Tomó su barbilla cerdosa con dos dedos y osciló su rostro, estudiándolo mejor.
—Los mismos ojos, —dijo—, los mismos labios, el mismo color de cabello, color de piel. Me recuerdas tanto a mi Patroclo.
¿Se parecía Héctor a ese joven? A decir verdad, la vez que lo vio, podía notar el parentesco. Le recordaba a sí mismo, pero más jovial. Una barba retocada adornaba su rostro, más no era lo suficientemente prominente para detonar madurez. La misma forma almendrada de sus ojos, la misma nariz protuberante, la misma mandíbula perfilada y el mismo tono de piel. Héctor tenía más líneas en el rostro, y tanto su cabello como su barba eran más largos. Pero sí. Podía ver la similitud.
—¿Por qué has venido, Aquiles?
Lo miró directamente a los ojos, mas no respondió a su pregunta.
Hubo un tiempo prolongado de silencio entre los dos en el que lo único que se escuchaba eran las olas rompiéndose contra la costa y las respiraciones de ambos. Héctor podía sentirse arder por dentro. En ese momento, agradecía tener las manos atadas, porque sino no podría combatir el impulso de llevar sus manos a sus caderas.
Era demasiado tentador, demasiado prometedor. Había algo en Aquiles que no había en ninguna mujer. Algo nuevo, masculino. Un pecho ancho y fornido, protuberante pero no vulgar. Una cintura estrecha, un abdomen fuerte, muslos fuertes, piernas fuertes. Mucho que tocar y tantear con sus manos. No podía ignorar la sensación de sus caderas apretadas una contra la otra, ni la cercanía entre ambos rostros, tan prontos que sólo había que moverse un poco para cerrar la distancia.
Dirigió su mirada a sus labios, inevitablemente, y el Pelida le cogió la acción. Eran rosados, carnosos, tentadores...
Ya estaba secuestrado. Le quedaban pocos días de vida. Entonces ¿Qué tenía que perder?
Echó el rostro hacía adelante, intentando atrapar los labios de Aquiles en un beso. Sería mucho más sencillo si tuviera sus manos desatadas.
Aquiles cortó la cercanía.
Héctor sabía que todo rastro de lógica y consciencia se había esfumado de su mente el momento en el que unieron sus bocas y un gimoteo placentero salió de los labios de Aquiles a medida que arrimaba su rostro cada vez más. Sentía frustración. Quería tomarlo de las caderas y empujarlo hacia él. Quería tocar su pecho, su abdomen, los músculos de su espalda, sentir su nuez de Adán contra sus dedos.
Quería todo de Aquiles. Cada esquina de su cuerpo.
Quería sentir el palpitar de su corazón debajo de los dedos. La corriente de su sangre, el bombeo de sus pulmones. Quería abrir sus costillas y vivir debajo de su piel.
Sus músculos. Sus caderas. Los sonidos que emitía, derritiéndose en su boca...
Aquiles parecía tener la misma idea que él, pues cortó el beso para sacar la daga de su hueco en la pared y romper la soga que le ataba las muñecas, a la par de aquella que le ataba los tobillos, dejándolo en libertad.
Héctor pensó inmediatamente: «Este es el momento. Debo salir corriendo»
—Te irás ¿Verdad?
Era una pregunta retórica, parecía estar seguro de que eso era lo que Héctor haría. Y ¿quién no? En una situación como esa, sería lo lógico. Irse y nunca volver. Asegurar su seguridad y la de su gente.
¿Por qué no habría de irse?
Aquiles lo miraba con ojos pacientes a medida que Héctor sobaba las marcas en sus muñecas; si intentaba escapar ¿Acaso él lo atraparía de nuevo? ¿Lo aprisionaría, esta vez, con esposas de impenetrable bronce?
—No voy a impedirlo. —Aseguró—. Lo juro.
Ojos serios y sinceros le miraban desde un rostro enrojecido y un cuerpo de pulmones agitados. Labios carnosos, enrojecidos e hinchados por toda la acción, brillaban bajo la luz de la vela, previendo pacientemente.
¿Cómo podía Héctor dejar eso atrás e irse sin más? ¿Cómo podía seguir viviendo cuando ya había bebido de la boca del enemigo?
—No, —afirmó, jadeante y necesitado—, no me iré. No podría.
Había algo que le hizo falta toda la vida, y parecía ser eso. Ese cuerpo, esos labios, esos suspiros. Él nunca tuvo una experiencia pubescente con sus compañeros hombres como la tuvieron sus hermanos u otros miembros del ejército. Antes de Andrómaca, sólo se había acostado con las concubinas del palacio. Héctor siempre tuvo la curiosidad, mas nunca la había puesto en práctica hasta ese momento. Y con tal hombre había de practicar. Aquiles; quien se le asemeja en habilidad, en fuerza y belicosidad. Las esquinas suavizadas del cuerpo de su esposa se endurecían en el cuerpo de éste hombre cuando las tanteaba con las manos. Los muslos, el abdomen, la espalda, incluso su cabello se sentía rústico al tacto, tan ajeno a las sensaciones a las que se había acostumbrado. Y era aquello lo que le fascinaba tanto. Esa nueva cadencia. Ese nuevo fulgor.
—Siempre me pregunté... —Susurró en su boca con entrecortada respiración—... Cómo sería... Cómo se sentiría.
Héctor no podía contestar ¿Era eso cierto? Entonces ¿Por qué? Él reconocía el porqué de su atracción hacia Aquiles: Nunca antes había estado con un hombre, y siempre le llamó la atención. Pero Aquiles si había estado con hombres antes, o al menos eso tenía entendido. Con ese joven, Patroclo. Entonces ¿Qué era tan diferente? ¿Que tenía Héctor para ofrecerle que él carecía?
No importaba. Lo único que importaba era la boca contra la suya y las caderas tambaleándose paulatinamente contra las suyas. Sus entrepiernas restregándose de una forma que le hacía suspirar. Era increíble, un milagro. Héctor nunca habría imaginado lo maravilloso de tener a un hombre sobre él. Y Aquiles era maravilloso. Tenía rasgos afeminados, sin embargo, endurecidos—Héctor juraba haber sentido uno o dos pelos en la barbilla al acariciarle el rostro—, y unos ojos verdes cautivadores. Se sentía maravilloso al tacto, maravillosas sensaciones provocaba en él. Escucharlo suspirar, gimotear, gemir o jadear en su boca era un deleite para sus oídos. Una satisfacción que no sabía que necesitaba en su vida.
—También yo. —Balbuceó—. También yo, Aquiles...
Repentinamente, Aquiles rompió el beso y, dejando de lado a un muy confundido y necesitado Héctor, se inclinó sobre la mesita junto a la cama de nuevo, las manos del Priámida sosteniéndolo desde las caderas. Tomó la lámpara de barro y volvió a erigirse cara a cara con él en su regazo.
¿Qué quería hacer...?
La respuesta fue rápida y simple. Aquiles no era una mujer. No tenía la anatomía de una mujer. Entonces, si querían llevar a la realidad sus fantasías…
Un gemido entrecortado salió de sus labios. Más como un jadeo de asombro empapado de placer. Y una punzada de calor electrificante se esparció por el cuerpo de Héctor desde su plexo solar.
¿Acaso eso se sentía bien? Parecía que sí, por la forma en la que Aquiles mecía sus caderas y empujaba sus dedos hasta dejar sólo sus nudillos. Dioses, la idea le emocionaba de más. Enterrarse dentro de él y poder follárselo sin tener que preocuparse por lastimarlo.
Un hombre como Aquiles seguramente lo soportaría. Seguramente rogaría por más. Más rudeza, más ferocidad, más, más y más.
¿Rogaría? ¿Podría Héctor llegar a ese punto? ¿A hacerlo rogar?
Aquiles cesó el vaivén de sus dedos. Con una mano cubierta de aceite tomó la erección del Priámida y ese fue el final de todo pensamiento cuerdo, a decir verdad. Lo único que podía hacer Héctor en ese instante era someterse aún más. Dejarse tomar por tan excelente hombre.
No podría mirar a su padre a los ojos después de eso. Mucho menos a su esposa. Incluso si lograba salir de ahí, no podría. No había una excusa. El enemigo lo tocó, y él lo tocó de vuelta. No había manera de enmendar aquello
Aquiles sostenía su mirada con determinación y la boca semi abierta dejando escapar su desenfrenada respiración. Héctor lo sostuvo de las caderas para ayudarlo y dejó salir un estridente gemido cuando pudo sentirlo envolverse alrededor de él a plenitud.
Así habría de sentirse el paraíso; cálido, estrecho, placentero. Un gemidito agudo salió de los labios del Pelida a medida que bajaba sus caderas, y así Héctor creyó que habría de escucharse el canto de las aves en el Olimpo. Aquiles era tan expresivo, un amante tan complaciente, y abiertamente complacido a la vez. Héctor lo tenía agarrado de las caderas, encajando sus dedos en la piel dura de los muslos, y no dejaba de retorcerse debajo de sus manos.
El mismo hombre al que tantas veces había visto asesinar despiadadamente como si las vidas humanas no fueran nada. El mismo hombre que hace poco lo amenazaba con un cuchillo. Ese mismo hombre gemía y se retorcía como las meretrices que solía disfrutar mucho antes de su amada Andrómaca. Que con sus manos empapadas de sangre movía su rostro de un lado a otro con cuidado, inspeccionándolo mientras se arrimaba paulatinamente contra sus caderas para ir más profundo.
—Tal vez debería… tenerte para mí solo. —Masculló Aquiles entre jadeos entrecortados. Ya no había dolor en su voz, sólo sarcasmo con una pizca de diversión—. Compensar con el daño que me has inferido. Llenar el espacio que él ya no puede.
Héctor abrió los ojos de par en par. La esclavitud, eso le aterraba. Aunque, dadas las circunstancias, si quedaba con vida después de aquello, la única esperanza que tenía era seguir vivo como esclavo ¿No era así?
Un prostituto. Un cuerpo para mantener caliente la cama de alguien más; ¿A qué más podría aspirar después de esto, de este bamboleo entre ambos cuerpos, evidencia clara de su desvergüenza?
No. Pensó. Soy el príncipe heredero de Troya. Aún tengo algo de honor en mí.
Héctor apartó la mano del Pelida de un golpe sacándole un jadeo sorprendido y lo sostuvo fuerte y firme de las caderas para pausar su vaivén.
—No olvides tu lugar, Pelida.
Aquiles encurvó los labios en una sonrisa felina.
—Conozco mi lugar, Priámida, y es exactamente donde estoy ahora: Sobre ti, teniéndote acorralado, como siempre ha sido.
Había otro sentimiento que Héctor asociaba con Aquiles, y ese era la furia. Una furia única que sólo él podía encender en su interior. Motivado por ese sentimiento, afianzó el agarre que tenía en sus caderas, y se irguió lo suficiente como para empujarlo y dejarlos cara a cara; Aquiles acostado en la cama y Héctor encima de él, sujetándolo con fuerza. Una sonrisa traviesa decoraba el rostro del Pelida, cuyos cabellos rubios se esparcían en la cama como las hojas de los árboles se esparcían por el suelo en otoño.
Héctor le había dado el gusto de nuevo. Era obvio. Sino, no le vería con tanta picardía.
—Sabes… —Masculló Héctor con la respiración agitada. Seguía dentro de Aquiles, y éste seguía estrecho como un tornillo de una manera en la que hacía que su mente nadara floja—... Posees mucha audacia para alguien que tiene a un hombre dentro de él… sobre él…
La sonrisa de Aquiles se ensanchó en su rostro y la acompañó de una risita.
—Siempre nos preguntamos cómo te sentirías ¿Sabes? Patroclo y yo.
Eso sí que le había sorprendido. Una cosa era Aquiles, lo cuál tenía sentido, ya que frecuentemente los comparaban a ambos. Otra cosa era ese hombre, Patroclo—¿Por qué pensaba él en Héctor?
—¿Ah sí?
—Sí. Todo el tiempo. —Impulsado por sus brazos, se apoyó en la cama y zarandeó sus caderas para empezar un vaivén entre los dos. Soltó un sonido de satisfacción que derritió al Priámida—. Era verte en el campo de batalla, ahí, sudado… erguido… Demostrando tu fuerza por la forma en la que sostenías las armas y decapitabas cabezas como frutas.
Héctor empezó el movimiento entre los dos. Balanceando sus caderas de adelante hacia atrás como un barco impulsado por las olas del Egeo. Aquiles lloriqueó debajo de él, aferrándose a las sábanas a medida que las embestidas tomaban más ímpetu, más vehemencia. Ya no tendría que restringirse. Y mucho menos con un hombre que se burlaba de él con la mirada.
—Nuestras mentes… ngh… N-No podíamos evitarlo… mmh…
Era gracioso, a decir verdad, la dificultad con la que Aquiles decía las cosas. La forma en la que Héctor le sacaba el aire de los pulmones con cada estocada. Pero él no estaba en mejor estado. No dejaba de jadear y resoplar como un sabueso en celo restregándose contra una hembra. Aceleró el ritmo de sus embestidas y El Pelida soltó un gemido lejos de ser principesco.
Era demasiado. Los sonidos que emitía, la forma en la que se sentía, Dioses, la manera en la que se veía. Desastroso, con los labios hinchados y enrojecidos a causa de los besos, las mejillas sonrosadas, el pecho empapado de sudor y el cabello—ridículamente largo—desordenado sobre las sábanas.
—¿Qué era eso que no podían evitar? —Preguntó Héctor con dificultad. Ojos fijos en aquellos verdes como un claro en primavera; manos aún sosteniendo al príncipe de la cadera.
Aquiles soltó un lloriqueó necesitado, mirándolo a los ojos con párpados pesados y suplicantes.
—Siempre pensaba en cómo te sentirías. —Masculló con dificultad—. Tus manos, tus piernas, tu pecho, todo. Todo al alcance de mis dedos. Eres tan fuerte… t-tan… mmh… tan guapo… ¡Ahí!
Héctor gimió y jaló al hijo de Peleo de las piernas para tener un mejor ángulo. Aquiles no podía parar de gemir. El calor del momento provocando que su cuello se tensara como loco. Se veía cerca del orgasmo y a Héctor le complacía llevarlo a ese estado de pura dicha.
Alternando entre su nombre y el de su amado entre gemidos y balbuceos confusos y pocos lúcidos. Así se encontraba Aquiles, el mejor de los griegos, el guerrero más bélico del ejército danao. Aquiles, quien se le compara en fuerza. Ese mismo hombre, a quien había visto matar a otros hombres, se hallaba debajo de él suplicándole por más. Aferrándose a las sábanas y gimiendo audiblemente como una prostituta.
Ese simple hecho. Esa simple satisfacción provocaba que el calor y un cosquilleo intenso se concentraran en su vientre, haciéndole temblar.
Se llevó su mano derecha a su rostro bronceado, apartándole el cabello de los ojos y acunando su mejilla mientras lo embestía. Aquiles sostuvo su mirada, lo tomó de la muñeca para llevar la mano de Héctor a sus labios y lamer la palma del dorso a la punta de los dedos con lascivia brillándole en las pupilas.
El Priámida pudo haberse venido sólo con esa vista. El Pelida gimió e introdujo uno de sus dedos a su boca, lamiendo y succionando como un buen muchacho. Nunca apartando su mirada.
Su boca era cálida y su piel era suave. Sólo con un dedo pudo determinar eso—¿Cómo se sentiría alrededor de…?
Llegó al orgasmo con un gemido sonoro y un temblor en las caderas mientras terminaba como las réplicas de un sismo. El agarre de su mano izquierda en las caderas de Aquiles era lo suficientemente fuerte como para dejar marcas, y la idea le hizo cosquillear. El príncipe lloriqueó y le siguió dentro de poco, temblando como pez fuera del agua, manchando su vientre cincelado con líquido blanco.
En su nuevo estado de lucidez, vio a Aquiles a los ojos y se preguntó: ¿Qué acababa de hacer? Y ¿Con quién, exactamente? Debajo de él, el Pelida parecía pensar lo mismo. Definitivamente no podía volver a Troya después de aquello. Sería una traición de lo más deshonrosa.
Con el pecho hinchando y deshinchándose, Héctor apartó unos mechones rebeldes del rostro rojizo de Aquiles.
—¿Te irás, Pelida?
La misma pregunta que él le había hecho y el mismo sentimiento revoloteaba en su pecho. No quería que se fuera. No sabría qué hacer si lo dejaba.
—No. —Contestó Aquiles—. No podría.
Héctor cerró los ojos y soltó un suspiro mientras salía de él; ¿Y ahora? Unos cuantos minutos—tal vez una hora o dos—de placer; ¿Y ahora? ¿Qué seguía? ¿Qué podría suceder después? No eran amantes, no había un futuro para los dos. Sólo eso. Sólo esa noche. Sólo ese calor.
Aquiles cerró los ojos con una expresión desconcertante en el rostro; una yuxtaposición entre la calma y la incertidumbre. Se acomodó en la cama y suspiró.
—Sí te pareces a él ¿Sabes? —Susurró—. En muchos aspectos, más allá del físico.
Héctor no dijo nada. Tal vez, en otras circunstancias, él y ese muchacho podrían haber sido amigos. Tal vez, si no estuvieran en una guerra, si él no hubiera matado a tantos de sus hombres como Héctor había matado a tantos aqueos. Si lo que Aquiles decía era cierto, entonces, se hubiesen llevado bastante bien. Pero no había otras circunstancias. No había nada más allá de Troya y su playa manchada de sangre.
—¿Puedes acostarte junto a mí…? —Pidió Aquiles en un susurro más lastimero que el anterior. Una vulnerabilidad palpable en el tono de su voz.
Héctor lo miró entonces, a él, al muchacho, al joven, rejuvenecido aún más por su actitud cohibida. El joven que llegó a su tienda con el rostro empapado y la voz quebrada. El joven que amó, lo suficientemente como para convertir ese amor en una ira que le llevaría a conseguir venganza, y aún más como para ser incapaz de conseguir dicha venganza. Amó hasta desgastarse. Amó hasta no reconocerse más. Y ahora amaba hasta pedirle a otro hombre que ocupara el lugar que su amado alguna vez ocupó porque se aferraba a la simple noción delirante de que todavía podría sentir su calor. Si cerraba los ojos y se centraba en las sensaciones, tal vez, sólo tal vez, habría un lugar en Héctor con el nombre de Patroclo grabado.
Y Héctor cedería a eso. Porque ese calor era lo último que podía aferrarse para sentirse vivo.
Fecha: 3 de Febrero del año 2025
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